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Después de muchos años de evangelizar sobre las bondades del despacho sin papeles entre asesores y contables, hay una constante que me pasa en un porcentaje altísimo de los casos. Yo creo que con el trabajo de asesor se adquiere una especie de reflejo de Paulov; va con el puesto.
Disparar este reflejo Pavloviano es sencillísimo; solo hay que hacer una cosa: Decirle al asesor que si recibe documentos en papel, alguien los tiene que escanear. No queda otra. Si no queremos papel y recibimos papel, pues habrá que pasarlo a formato digital y eso se hace escaneando.
Parece obvio, ¿verdad? Pues resulta que es como mentar a la bicha. En el mismo momento en el que termino esta frase, veo una llamarada refulgir en los ojos del asesor y, como surgido del limbo de los contables con manguitos, el asesor le ve. Siente su presencia. Casi puede tocarle. Y empieza a estremecerse.
Si. Es ÉL. Es ese cliente maligno con la bolsa de El Corte Inglés repleta de facturas que todo despacho tiene, teme y venera a partes iguales.
Y de pronto, lo que hace un segundo era la solución a todos sus males (que lo es, por lo menos de una buena parte), se le empieza a hacer bola pensando en esas facturas roñosas, arrugadas, grapadas, desordenadas y le empieza a cambiar la cara y ese pecho hinchado de determinación visionaria se empieza a desinflar y se le empieza a poner la cara de pasa y, como si un ente hablara por su boca, empieza a soltar cosas como si, eso del despacho sin papeles está muy bien, pero… Es como la niña del exorcista, pero que en lugar de asustar, deprime.